Película: The shrouds de David Cronenberg

Reseña de la Película: The shrouds de David Cronenberg

La memoria museificada del amor

¿Qué queda del amor cuando se niega a aceptar la desaparición del otro?

En The Shrouds, David Cronenberg convierte el duelo en un territorio tecnomediado. No es solo una película sobre la muerte, sino sobre cómo el dolor es gestionado por la tecnología, cómo la memoria se vuelve imagen y cómo el amor, incapaz de soltar, se transforma en archivo.

Karsh, devastado por la muerte de su esposa, crea GraveTech: una empresa funeraria que permite observar en tiempo real la descomposición de los cuerpos enterrados. La promesa es conservar el vínculo, prolongarlo, traducirlo en visualización constante. La promesa es conservar el vínculo, prolongarlo, traducirlo en imagen: hacer del amor un museo.

Aquí, el cadáver ya no desaparece. Permanece como espectáculo tecnológico, como superficie de observación constante. La muerte se integra al circuito de la mirada y del dato. Surge entonces el riesgo de una fetichización tecnocapitalista del duelo: los llamados “sudarios digitales” mercantilizan el dolor y evidencian cómo el capitalismo es capaz de capturar incluso los vínculos afectivos post mortem.

Donna Haraway advertía que no toda relación entre cuerpo y tecnología es emancipadora. Cuando la técnica se pone al servicio del control emocional y del capital, ya no estamos ante un devenir-cyborg liberador, sino frente a un régimen de vigilancia afectiva.. GraveTech encarna esta pesadilla: la gestión empresarial del recuerdo, la museificación del amor.

En este régimen, recordar ya no implica deformar, traicionar o resignificar el pasado. Recordar se reduce a conservar. La memoria pierde su inestabilidad y se transforma en archivo. El cuidado deviene control. El amor, posesión. Aquello que debía cambiar con el tiempo queda fijado, inmovilizado, congelado como pieza museográfica.

Cuando el cementerio futurista es vandalizado, Karsh sospecha una conspiración. Pero más allá del entramado tecnológico y corporativo, lo que emerge es un duelo no atravesado. La herida íntima se cruza con la paranoia y el poder. El duelo que no se elabora retorna como obsesión. Lo que no se suelta, se enquista.

¿Puede la memoria sostenerse como una imagen detenida?

Tal vez recordar no sea fijar, sino permitir que el recuerdo cambie. Que se deforme. Que reaparezca de otro modo. Cuando el amor se aferra a la imagen del cuerpo muerto, deja de ser relación viva y se convierte en objeto de contemplación. En museo.

Todo esto se despliega dentro de una estética futurista impecable y refinada. El vestuario y los escenarios están cuidadosamente diseñados: un minimalismo, de siluetas precisas y superficies limpias.; Esta armonía visual no es decorativa: refuerza la frialdad emocional del relato. La belleza funciona como un velo que encubre una violencia afectiva profunda. El museo es siempre bello; lo que oculta es su quietud mortuoria.

No se trata de condenar la tecnología en sí, sino de interrogar sus promesas. Los dispositivos que prometen conexión suelen producir aislamiento. Los sistemas que ofrecen cuidado terminan ejerciendo control. Como advertía Franco “Bifo” Berardi, el espacio cibernético puede anestesiar la sensibilidad.

Cuando el cuerpo, el tiempo y el afecto son sustituidos por imágenes y datos, la memoria no se preserva: se congela.

Cuando el cuerpo muerto se vuelve legible en tiempo real, el duelo entra al régimen de la gestión.

El dolor ya no desborda: se administra. 

El amor, en lugar de atravesar la pérdida, se aferra a ella.

El resultado no es memoria.
Es museificación.

Porque cuando la memoria se vuelve imagen fija, deja de ser memoria.
Se convierte en monumento.
Y todo monumento, tarde o temprano, termina siendo una tumba.